miércoles, 27 de abril de 2011

Cartes d´Italia. 1954. Autor: Josep Pla. (Fragment).


“ A l´Edat Mitjana, Siena fou, probablement, la ciutat italiana d´una vida més apassionada, més ombrívola i més violenta. La lluita entre la llibertat i la tirania, travessada d´enemistats familiars portades al roig viu, d´implacables venjances, d´odis sense treva, hi arribà a una temperatura elevadíssima. Quins remolins de violència tingueren per fons les pedres del Palazzo Pubblico i de la Piazza!

Guerres amb les repúbliques veïnes, guerres civils, combats de carrer, exilis, deportacions en massa, proscripcions, confiscacions, cops de mà populars, violències aristocràtiques, guerres de desterrats contra l´oligarquia, submissions a forçes estrangeres, furioses revoltes, gesticulació sublim, actituds de traïció, grotesca joglaria…
Una vegada, en foren desterrats en bloc quatre mil artesans, el nombre de persones que hi foren escanyades és incomptable; les “defenestrazioni”, l´eliminació violenta, dels administradors de la ciutat per les finestres del comú, forma un contingent elevadíssim.

Quan hom pensa en la història de Siena i contempla el color general de la ciutat – un color de terra tocada d´una barreja de carmí pàl·lid i d´ivori groguenc-, us vénen ganes de creure que Siena ha estat amassada en sang – en coàguls de sang humana vermella i negrenca, que el pas dels segles ha alleugerit i esvaït delicadament”.


Cartes d´Italia. 1954
Josep PLA


viernes, 15 de abril de 2011

En busca del tiempo perdido V. La prisionera. Autor: Marcel Proust (Fragmento)

“ El día siguiente a aquella velada en la que Albertine me había dicho que tal vez iría y después no iría a casa de los Verdurin, me desperté temprano y, medio dormido aún, mi alegría me comunicó que había – interpolado en el invierno- un día de primavera. Fuera, temas populares finamente escritos para diversos instrumentos – desde la bocina del reparador de porcelana o la trompeta del sillero hasta la flauta del cabrero, que en un día hermoso parecía un pastor de Sicilia- orquestaban ligeramente el aire matinal, en una “Obertura para un día de fiesta”. El oído, sentido delicioso, nos brinda la compañía de la calle, de la que nos describe todas las líneas, traza todas las formas que por ella pasan, al tiempo que nos muestra su color. Los cierres del panadero, del mantequero, que la noche anterior estaban bajados sobre todas las posibilidades de la felicidad femenina, se alzaban ahora como las ligeras poleas de un navío que zarpa y va a navegar, cruzando el mar transparente, por un sueño de jóvenes empleadas. Ese ruido del cierre, al subir, tal vez habría sido mi único placer en un barrio diferente. En éste me alegraban otros cien, ninguno de los cuales habría querido perderme despertándome demasiado tarde. El encanto de los viejos barrios aristocráticos consiste en ser, además, populares. Como los que a veces tuvieron las catedrales no lejos de su pórtico – algunos de los cuales llegaron a conservar su nombre, como el de la catedral de Ruán, llamado de los “Libreros”, porque éstos, pegados a él, exponían al aire libre su mercancía -, diversos vendedores ambulantes pasaban por delante del noble palacete de Guermantes y recordaban a veces a la Francia eclesiástica de antaño, pues la llamada que lanzaban a las casitas vecinas nada tenía – con escasas excepciones- de una canción. Difería de ella tanto como la declamación – apenas coloreada por variaciones insensibles- de Boris Godunov y Pelléas, pero, por otra parte, recordaba la salmodia de un cura durante oficios de los que las escenas de la calle son la simple contrapartida bonachona, ferial, y, sin embargo, a medias litúrgica.
Nunca me había dado tanto placer como desde que Albertine vivía conmigo; me parecían una señal gozosa de su despertar y, al interesarme en la vida de fuera, me hacían sentir mejor la sosegadota virtud de una presencia querida, tan constante como la deseaba yo. Algunos de los alimentos voceados en la calle y que yo, personalmente detestaba eran muy del gusto de Albertine, por lo que Françoise enviaba a comprarlos a su joven lacayo, tal vez un poco humillado de verse confundido con la muchedumbre plebeya.”

En busca del tiempo perdido. V.
La prisionera
À la recherche du temps perdu. V.
La prisonnière.
Marcel Proust
Editorial Lumen
Traducció de Carlos Manzano

El mundo de ayer. Memorias de un europeo. (Die Welt von gestern). 1944. Autor: Stefan Zweig (Fragmentos)

“ Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso – la monarquía de los Habsburgos-, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. Me crié en Viena, metrópoli dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado desgrarrándose en dos guerras fratricidas.

(…)

Para comprenderlo, hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas; puede recibir ahí el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas. Un café vienés de categoría ponía a disposición del público todos los periódicos de Viena, y no sólo de Viena sino de todo el Imperio Alemán, además de los franceses, ingleses, italianos y americanos, así como todas las revistas literarias y artísticas importantes del mundo, tales como el “Mercure de France”, la “Neue Rundschau”, el “Studio” y el “Burlington Magazine”. De esta manera sabíamos de primera mano todo lo que ocurría en el mundo, nos enterábamos de todos los libros que aparecían, de todos los espectáculos, cualquiera que fuese el lugar donde se representaban, y comparábamos las críticas de todos los diarios; a lo mejor nada ha contribuido tanto a la desenvoltura intelectual y la orientación cosmopolita de Austria como el hecho de que en el café se podia informar uno de todos los acontecimientos del mundo al tiempo que comentarlos con su círculo de amigos.

(..)

El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo este ha vivido de verdad.”

El mundo de ayer.
Memorias de un europeo.
(Die Welt von gestern). 1944
Stefan ZWEIG
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miércoles, 13 de abril de 2011

Memorias de ultratumba (Mémoires d'outre-tombe).1846. Autor: François-René de CHATEAUBRIAND. (Fragmento)

" París no tenía ya, en 1792, la fisionomía de 1789 y de 1790; no era ya la Revolución naciente, sino un pueblo que caminaba ebrio hacia su destino, a través de los abismos, en pleno descarrío. El pueblo no aparecía ya tumultuoso, curioso, atareado; era simplemente amenazante. Por las calles no se encontraban más que rostros aterrados o feroces, gentes que andaban pegadas a las casas para no ser vistas, o que merodeaban en busca de su presa: miradas medrosas y gachas se desviaban al cruzarse con la vuestras, o miradas duras se fijaban en la vuestras para intuiros y penetrar en vuestros pensamientos.
La variedad en el vestir se había acabado; el viejo mundo desaparecía; se veía a la gente llevar la casaca uniforme del mundo nuevo, casaca que en aquel entonces no era sino el último traje de los condenados del futuro. Las licencias sociales que se manifestaban en el rejuvenecerse de Francia, las libertades de 1789, esas libertades peregrinas y sin regla de un orden de cosas que se destruye y que todavía no es la anarquía, se igualaban ya bajo el cetro popular: se sentía la proximidad de una joven tiranía plebeya, fecunda, es cierto, y llena de esperanzas, pero también mucho más terrible que el despotismo caduco de la antigua monarquía: porque al estar presente en todas partes el pueblo soberano, cuando se convierte en tirano, el tirano está por doquier; es la presencia universal de un universal Tiberio.
Se mezclaba con la población parisina una población extraña de matones del sur; la vanguardia de los marselleses, a la que mandó llamar Danton para la jornada del 10 de agosto y las masacres de septiembre, resultaba reconocible por sus andrajos, su tez aceitunada, su aire de bajeza moral y de crimen, pero de crimen de otros soles: in vultu vitium, con el vicio pintado en el rostro.

A derecha e izquierda del camino, se presentaban castillos destruidos; de sus arboledas arrasadas no quedaban más que algunos troncos escuadrados, sobre los que jugaban unos niños. Se veían muros de recintos amurallados mellados, iglesias abandonadas, cuyos muertos habían sido sacados de sus tumbas, campanarios sin campanas, cementerios sin cruces, santos sin cabeza y lapidados en sus nichos. Sobre las murallas había pintarrajeadas estas inscripciones republicanas ya envejecidas: LIBERTAD, IGUALDAD Y FRATERNIDAD O MUERTE. A veces se había tratado de borrar la palabra MUERTE, pero las letras negras o rojas reaparecían bajo una capa de cal. Esta nación que parecía estar a punto de disolverse, volvía a inaugurar un mundo, como esos pueblos que surgen de la noche de la barbarie y de la destrucción en la Edad Media."



Memorias de ultratumba (Mémoires d'outre-tombe).1846.
François-René de CHATEAUBRIAND
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martes, 12 de abril de 2011

La conciencia de Zeno (La coscienza di Zeno). 1923. Autor: Italo Svevo (Fragmentos)

" En la mentalidad de un joven de familia burguesa el concepto de vida humana va asociado al de la carrera y en la primera juventud la carrera es la de Napoleón I, sin por ello soñar a llegar a ser emperador, porque podemos parecernos a Napoleón permaneciendo mucho – pero que mucho- más abajo. El sonido más rudimentario, el de las olas del mar, que desde que se forma cambia a cada instante hasta morir, sintetiza la vida más intensa. Por eso, yo también esperaba llegar a ser y deshacerme como Napoleón y la ola.

(…)
 

Lo curioso es que mi aventura matrimonial empezó con el conocimiento de mi futuro suegro y la amistad y la admiración que le profesé antes de saber que era padre de muchachas casaderas.
Giovanni Malfenti, tan distinto de mí y de todas las personas cuya compañía y amistad había buscado yo hasta entonces, satisfacía mi deseo de novedad. Yo era bastante culto, pues había pasado por dos facultades universitarias y también por mi larga indolencia de años, que considero muy instructiva. En cambio, él era un gran negociante inculto y activo, pero su ignorancia le proporcionaba fuerza y serenidad y a mí me encantaba observarlo y lo envidiaba.
Malfenti tenía entonces casi cincuenta años, una salud de hierro y un cuerpo enorme, alto y grueso, de más de un quintal de peso. Las pocas ideas que se agitaban en su enorme cabeza las desarrollaba con tal claridad, las analizaba con tal asiduidad, las aplicaba a tantos asuntos nuevos de cada día, que se convertían en partes suyas: sus miembros, su carácter. Yo era muy pobre en ideas así y me apegué a él para enriquecerme.
Me senté a aquella mesa en la que sobresalía mi futuro suegro y de allí no me moví más, como si hubiera llegado a una auténtica cátedra comercial, como la que buscaba desde hacía tanto tiempo.
Estaba muy dispuesto a enseñarme e incluso anotó de su puño y letra tres mandamientos que, según consideraba, bastaban para hacer prosperar cualquier empresa: 1) No es necesario saber trabajar, pero quien no sabe hacer trabajar a los demás perece. 2) Sólo hay un gran motivo de remordimiento: el de no haber sabido trabajar en pro del interés propio. 3) En los negocios la teoría es utilísima, pero sólo es aplicable cuando se ha liquidado el negocio.
Me sé de memoria estos y muchos otros teoremas, pero a mí no me fueron de provecho.

Me casé con su hija. Ahora escruto a veces los rostros de mis hijos para ver si, junto a mi fina barbilla, señal de debilidad, junto a mis ojos soñadores, que les transmití, hay en ellos al menos algún rasgo de la fuerza brutal del abuelo que yo les elegí.”



La conciencia de Zeno (La coscienza di Zeno). 1923
Italo Svevo

lunes, 11 de abril de 2011

Una danza para la música del tiempo.( A dance to music of time) (1951-1975). Autor: Anthony Powell (Fragmentos).

“ El nombre de restaurante chino Casanova ofrecía una de esas inequívocas mezclas de elementos imaginativamente dispares que sugieren una actitud mental o una forma de vida completamente nuevas. La idea de que Casanova prestara su nombre a un restaurante chino no sólo unía Oriente con Occidente, el presente con el pasado, sino que también, desde una visión más localista, sugería por su propia incongruencia un lugar extraordinariamente adecuado para que todos nosotros cenáramos allí aquella noche. Entramos en dos grandes salas en las que la mayoría de las mesas estaban ocupadas. La clientela, predominantemente varones de rasgos asiáticos, tenía una base compuesta por hombres de negocios chinos y estudiantes indios. Unos cuantos hombres de raza negra compartían la mesa con jóvenes de raza blanca rubísimas, y salpicaban también la clientela algunos comensales pertenecientes a esas razas étnicamente indefinibles  que colonizan el Soho y se cruzan allí. A lo largo de las paredes, unos frescos de tonos pastel, realizados con infinita pobreza de dibujo, evocaban Dios sabe qué nadir de degradación estética.
(...)
 La guerra había arrojado a la orilla toda clase de restos de naufragios, en toda suerte de costas. En su momento, cuando se retirara el oleaje, gran parte de aquellos pecios flotarían de nuevo, en un proceso que duraría varios años a medida que amainaran los vientos. Entre los muchos individuos dispersos y extenuados ahora en la arena, bastantes resistirían la fuerza de la resaca. Algunos revivirían allí mismo donde los habían dejado las olas; pero otros, los más decididos, se arrastrarían tierra adentro.
(...)
 De vez en cuando, quizá cada año y medio, me llegaba una invitación para tomar el té el domingo en el Ufford en forma de postal escrita con la letra apretada y clara de tío Giles. Aquel hotel privado de Bayswater, en el que  se alojaba durante sus relativamente esporádicas visitas a Londres, ocupaba dos edificios esquineros en una escondida y casi impenetrable zona del oeste de la Queen´s Road. El color gris de los edificios –gris de acorazado- y también la configuración del bloque en conjunto, angulosa y rematada con una pesada estructura en su parte superior, sugerían la imagen de un gran buque anclado en la calle. Pero incluso dentro, por lo menos en su planta baja, el Ufford evocaba la vida en el mar, aunque no ciertamente la estancia a bordo de un lujoso transatlántico; a lo sumo, en alguna de las viejas goletas que aparecen en las novelas de Conrad, tal vez decorada en otros tiempos como yate de recreo de un ricachón, pero deslustrada ahora por el paso de los años y reducida a usos innobles, como el tráfico de turistas, de peregrinos o incluso de inmigrantges ilegales."

Una danza para la música del tiempo.
A dance to music of time. (1951-1975)
Anthony Powell

lunes, 4 de abril de 2011

Vida y destino (Zhizn i Sudbá). 1959. Autor: Vasili GROSSMAN (Fragmentos)

" Era Stalingrado la que determinaría la filosofía de la Historia y los sistemas sociales del futuro. La sombra del destino del mundo ocultó a los ojos de los hombres la ciudad que en un tiempo había conocido una vida normal y corriente. Stalingrado se convirtió en la señal del futuro.

La vieja mujer, al acercarse a su casa, se encontraba sin darse cuenta bajo el poder de las fuerzas que se habían manifestado en Stalingrado, aquel lugar donde ella había trabajado, criado a su nieto, escrito cartas a sus hijas, enfermado de gripe, se había comprado zapatos.

Pidió al conductor que se detuviera, se apeó del vehículo. Abriéndose camino con dificultad a través de la calle desierta, todavía sembrada de escombros, contemplaba las ruinas y reconocía vagamente los restos de las casas vecinas a la suya.
Aleksandra Vladimirovna entrevió con sus viejos ojos hipermétropes las paredes de su apartamento, reconoció la pintura azul y verde descolorida. Pero las habitaciones no tenían suelo ni techo, no había escalera por la que subir.
Con una fuerza brutal que le sacudió el alma, percibió toda su vida: sus hijas, su desdichado hijo, su nieto Seriozha, las pérdidas irreparables y su cabeza gris, sin un techo. Una mujer débil, enferma, con el abrigo raído y los zapatos destaconados miraba las ruinas de su casa.
¿Qué le deparaba el futuro? A sus setenta años, era una incógnita. “Queda vida por delante”, pensó Aleksandra Vladímirovna. ¿Qué sería de aquellos que amaba? No lo sabía. Un cielo primaveral la miraba a través de las ventanas vacías de su casa.

 Y ahí estaba, una mujer vieja ahora; vive esperando el bien, cree, teme el mal, llena de angustia por los que viven y también por los que están muertos; ahí está, mirando las ruinas de su casa, admirando el cielo de primavera sin saber que lo está admirando, preguntándose por qué el futuro de los que ama es tan oscuro y sus vidas están tan llenas de errores, sin darse cuenta de que precisamente esa confusión, esa niebla y ese dolor aportan respuesta, la claridad, la esperanza, sin darse cuenta de que en lo más profundo de su alma ya conoce el significado de la vida que le ha tocado vivir, a ella y a los suyos. Y aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria ni la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro – la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución- ellos vivirán como seres humanos y morirán como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo.”

Vida y destino (Zhizn i Sudbá). 1959
Vasili GROSSMAN

domingo, 3 de abril de 2011

En busca del tiempo perdido (La parte de Guermantes). À la recherche du temps perdu (Le côté de Germantes). Autor: Marcel PROUST (Fragmento).

“ Yo llevaba mucho tiempo sin ver a Swann y me pregunté por un instante si en tiempos se recortaba el bigote o llevaba el pelo cortado a cepillo, pues vi en él algo cambiado; era sólo que estaba en efecto muy “cambiado”, porque estaba muy enfermo y la enfermedad produce modificaciones tan profundas en el rostro como las de empezar a dejarse barba o cambiar la raya de sitio. (La enfermedad de Swann era la que se había llevado a su madre y que ésta había contraido precisamente a la edad que él tenía. Nuestras vidas están, en realidad, tan llenas de cifras cabalísticas, de suertes echadas, por la herencia, como si de verdad existieran las brujas y, así como hay determinada duración de la vida para la Humanidad en general, así también la hay para las familias en particular, es decir, en las familias para los miembros que se parecen.) Swann iba vestido con una elegancia que, como la de su mujer, asociaba lo que era con lo que había sido. Embutido en una levita de color gris perla, que realzaba su gran estatura, esbelto, con guantes blancos de listas negras, llevaba una chistera gris ensanchada, que Delion ya sólo hacía para él, para el príncipe de Sagan, para el Sr. de Charlus, para el marqués de Módena, para el Sr. Charles Haas y para el conde Louis Turenne. Me sorprendió la encantadora sonrisa y el afectuoso apretón de manos con los que respondió a mi saludo, pues creía que, después de tanto tiempo, no me habría reconocido enseguida; le expresé mi asombro y lo acogió con carcajadas, un poco de indignación y una nueva presión de mano, como si fuera a poner en duda la integridad de su cerebro o la sinceridad de su afecto suponer que no me reconocía y, sin embargo, así era; no me indentificó – lo supe mucho más adelante- hasta unos minutos después, al oír mi nombre, pero su dominio y seguridad en el ejercicio de la vida mundana eran tales, que ningún cambio en su rostro, en sus palabras, en las cosas que me dijo, reveló el descubrimiento que una palabra del Sr. de Guermantes le había brindado.
(…)
“Lo perdono”, dijo, distraída, la duquesa (de Guermantes), quien, tras parecer asaltada de repente por una idea que la alegró, reprimió una ligera sonrisa, pero volvió en seguida a dirigirse a Swann: “Bueno, ¿qué? No nos ha dicho si vendrá a Italia con nosotros”.
“Creo, señora, que no será posible.”
“Pues entonces la Sra. de Montmorency tiene más suerte. Estuvo usted con ella en Venecia y en Vicenza. Me dijo que con usted se veían cosas que, si no, nunca se verían, de las que nadie ha hablado nunca, que le enseñó usted cosas insólitas y que, incluso en las cosas conocidas, pudo comprender detalles, ante los cuales, de no haber estado usted con ella, habría pasado veinte veces sin advertirlos nunca. La verdad es que ha resultado más favorecida que nosotros…
Swann rompió a reir.
“De todos modos, me gustaría saber”, le preguntó la Sra. de Guermantes, “como puede usted saber, con diez meses de adelanto, que será imposible”.
“Mi querida duquesa, se lo diré, si se empeña, pero ante todo ya ve que estoy muy enfermo”.
“Sí mi querido Charles, me parece que no tiene usted buena cara precisamente, no me gusta nada su color, pero no se lo pido para dentro de ocho días, sino para dentro de diez meses. Para dentro de diez meses hay tiempo de curarse, ¿verdad?
Pues, a ver, en una palabra, ¿cuál es la razón que le impedirá ir a Italia?”, preguntó la duquesa, al tiempo que se levantaba para despedirse de nosotros.
“Pues, mi querida amiga, la de que llevaré varios meses muerto. Según los médicos, a los que he consultado, al final del año la dolencia que tengo, y que, por lo demás, puede llevárseme en seguida, no me dejará en cualquier caso más de tres o cuatro meses de vida y, aun así, es el máximo”, respondió Swann sonriendo, mientras el lacayo abría la puerta vidriera para dejar pasar a la duquesa.
“Pero, ¿qué me dice?”, exclamó la duquesa, al tiempo que se detenía un segundo en su camino hacia el coche y alzaba sus hermosos ojos azules y melancólicos, pero cargados de incertidumbre. Colocada por primera vez en su vida entre dos deberes tan diferentes como montar en su coche para ir a cenar fuera y manifestar piedad a un hombre que iba a morir, no veía nada en el código de la compostura que indicara la jurisprudencia que seguir y, no sabiendo a cuál conceder prelación, consideró oportuno hacer como que no se creía que se planteara la segunda opción, a fin de obedecer a la primera, que exigía en aquel momento menos esfuerzo, y pensó que la mejor forma de resolver el conflicto era la de negarlo. “¿Está usted de broma?”, dijo a Swann.
“Sería una broma de un gusto encantador”, respondió, irónico, Swann. “No sé por qué se lo digo, hasta ahora no le había hablado de mi enfermedad, pero como me lo ha preguntado y ahora puedo morir de un día para otro… Pero sobre todo no quiero que se retrasen, ya que van a cenar fuera”, añadió, porque sabía que, para los demás, sus propias obligaciones mundanas tienen prelación sobre la muerte de un amigo y, gracias a su cortesía, se ponía en su lugar, pero el de la duquesa le permitía también advertir confusamente que la cena a la que ella iba a ir debía contar para Swann menos que su propia muerte.”

En busca del tiempo perdido (La parte de Guermantes).
À la recherche du temps perdu (Le côté de Germantes).
Marcel Proust.