lunes, 10 de diciembre de 2012

Don DeLillo
Americana (1971)
Editorial Circe
Traducción Gian Castelli.




“Hay un motel en el corazón de cada hombre. Allí donde la autopista comienza a dominar el paisaje, más allá de los límites de la ciudad inmensa y repetitiva y próximo a alguno de los principales centros de salidas y llegadas: allí es donde más probablemente se encuentra. Postales de su propia imagen sobre el mostrador. Un centenar de dormitorios herméticos. Las cuatro estaciones del año conservadas en un bote de aerosol dentro del armario de las medicinas. Al verte interminablemente repetido de camino a tu habitación, es fácil que olvides quién eres; puedes sentarte en al cama y convertirte en “hombre sentado en la cama”, una abstracción capaz de competir en la infinitud  misma; de tales lugares y momentos emerge el caos moderno hasta alcanzar el nivel de la matemática pura. A pesar de su tamaño considerable, el motel aparece como algo temporal. Puede que esta sensación emerja simplemente de la certeza de que nadie vive aquí más de uno o dos días seguidos. Por otra parte, también podría explicarse por la ubicación del motel, por esa ventosa sugerencia de misterio que rodea un edificio solitario edificado en lo que en otro tiempo era una ciénaga; del lago o bahía sopla una fría galerna, la luz del sol destella sobre los extremos de las alas de aeroplanos distantes, los patos viran en contra del viento y no se divisa el menor signo de presencia humana a pie. El motel parece construido exclusivamente con baldosas de baño. Las sábanas están frías y levemente húmedas. Hay demasiadas perchas en el armario, como si la dirección intentara compensarnos por una secreta carencia demasiado lamentable de imaginar. De las diminutas asperezas de la pared emana el susurro constante y casi insoportable de la ventilación. Y con todo, a pesar de sus menoscabos espirituales, éste no es el peor de los lugares. Encarna una repetición tan irresistible y tan insistente que hace posibles la liberación y el rescate, ya que no la libertad; poseído por el caos, te trasladas a territorios más difusos, alcanzas el refinamiento y la integridad, y te conviertes, si así lo quieres, en el hombre de la cama de la habitación contigua. La cabaña del bosque, la suite de habitaciones malva, el tugurio que hay encima de la casa de empeños, el apartamento prestado... son todos demasiados personales: son el instante irrepetible. Los hombres conservan firmemente el motel en su corazones; aquí fluye el sueño de la confluencia entre los viajes y el sexo.”

¡Tierra, Tierra! (1972). Sándor Márai. (Fragmentos)


Sándor Márai
¡Tierra, Tierra! (Föld, Föld!, 1972)
editorial Salamandra.












" El ruso comunista era, tanto en la guerra como en la paz, o sea, en la vida civil, tan pobre y tan miserable, y estaba tan hambriento, tan desprovisto de lo que fuera, tan expoliado de todo por la revolución y por el posterior régimen totalitario -tan privado de todo aquello que da a la vida más colorido y la hace más humana-, que al salir al mundo, después de treinta años de penurias y trabajo de esclavos, se abalanzó con avidez sobre todo lo que encontraba."
(...) 

Le pregunté qué les había ocurrido a los burgueses en la Unión Soviética.
-La revolución acabó con ellos –respondió con aire serio-; un tercio murió durante la revolución, otro tercio emigró y se dispersó, y los demás se integraron, poco a poco, en el sistema de los soviets, y encontraron por fin su sitio.
Yo contemplaba a ese hombre extraño, de palabra decidida, con la sospecha de que él también era de origen burgués. Un día me dijo que debía de resultar difícil ser escritor en una revolución, pero que no era un verdadero escritor el que no comprendía que la revolución es una empresa tan grandiosa que tiene el derecho de sacrificar ese algo relativo que se llama libertad intelectual o espiritual.
 
-¿Por qué es algo relativo la libertad intelectual o espiritual? –pregunté.
 
-Porque sin libertad social y material no existe la libertad intelectual o espiritual –respondió.
 
En la situación en que vivíamos era difícil discutir, así que no repliqué. Siempre que me tenía que enfrentar a comunistas fervorosos y devotos o a sus aliados, me daba la impresión de que no permitían que los argumentos de sus contrincantes traspasaran el umbral de su propia conciencia: como si temieran que se derrumbara, en su interior y alrededor de ellos, todo lo que habían construido con sus manos cuidadosa y obstinadamente. No le pude decir al ingeniero de puentes de Moscú que la cultura es siempre más fuerte que los tiranos y que la tiranía, y que el hombre creador, intelectual o espiritual, es siempre independiente, en su terreno, de la tiranía política, ideológica o de la comercial actual, y que prosigue invariablemente con su obra, incluso en las catacumbas o en prisión.”
 
(...) 

Resultó muy grato reencontrarme con el comerciante, y levanté mi sombrero para saludarlo, puesto que echaba de menos ese fenómeno que ya no existía en mi país. Todo sistema social, incluido el así llamado socialista, es ineficaz sin el comerciante, y la mayor equivocación del socialismo del Este es haber librado una batalla despiadada contra el “comerciante ávido de beneficios”, dejando fuera de la sociedad al comerciante independiente, al enlace, y haber pretendido sustituirlo por empleados estatales, es decir, por burócratas, vagos y muchas veces corruptos, siempre lentos e impotentes, incapaces de despertar en el comprador un sentido de la exigencia – y sin exigencia no existe desarrollo-: el comerciante estándar que le vende, por la fuerza, un producto estándar a un cliente estándar no es un comerciante, es tan sólo un servidor. En Suiza tenía por fin ante mis ojos al comerciante sonriente y educado que no pretendía convencer a un cliente mal informado de que comprara cualquier producto estándar, sino que ofrecía calidad y variedad.”