viernes, 6 de mayo de 2011

En busca del tiempo perdido. Autor: Marcel Proust. Dos fragmentos.

“ A continuación contemplaba sin cansarme su gran rostro recortado como una bella nube ardiente y apacible, tras el cual se sentía irradiar la ternura. Ella sentía tal placer en cualquier esfuerzo que me lo evitara a mí y- en un momento de inmovilidad y calma para mis miembros fatigados- algo tan delicioso, que – cuando, al ver que quería ayudarme a acostarme y descalzarme, hice el gesto de impedírselo y empezar a desvestirme por mí mismo- detuvo con una mirada suplicante mis manos que tocaban los primeros botones de mi chaqueta y de mis botines.
“Oh, te lo ruego”, me dijo. “Es tal gozo para tu abuela. Y sobre todo no dejes de llamar a la pared, si necesitas algo esta noche: mi cama está adosada a la tuya y el tabique es muy fino. Dentro de un momento, cuando estés acostado, hazlo para ver si nos entendemos bien”.
Y, en efecto, aquella noche llamé con tres golpes, que, cuando estuve enfermo, una semana después, renové todas las mañanas durante unos días, porque mi abuela quería darme leche temprano. Entonces, cuando me parecía oír que estaba despierta – para que no esperara y pudiera, un instante después, volver a dormirse- me arriesgaba a dar tres golpecitos, tímida, débil, nítidamente, pese a todo, pues, si bien temía interrumpir su sueño en caso de que me hubiera equivocado y estuviese dormida, tampoco quería que siguiera alerta para oír una llamada que no hubiese distinguido la primera vez y que yo no me atrevería a repetir. Y, apenas  había dado mis golpes, oía otros tres, con una entonación diferente, marcados por una autoridad apacible, repetidos en dos ocasiones para mayor claridad y que decían: “No te agites, te he oído; dentro de unos instantes estaré ahí”, y muy poco después llegaba mi abuela. Yo le contaba mi temor de que no me oyera o hubiese creído que se trataba de un vecino y se reía:
“Confundir los golpes de mi pobre niño con otros, pero, ¡si su abuela los reconocería de entre mil! ¿Crees tú que puede haber otros en el mundo tan bonitos, tan febriles, tan divididos entre el miedo a despertarme y a no ser entendido?. Pero, aunque se contentara con un raspadito, reconocería en seguida a mi ratoncín, sobre todo cuando es tan excepcional y digno de lástima como el mío. Ya lo estaba yo oyendo desde hace un momento que vacilaba, que se movía en la cama, que hacía todas sus maniobras.”

En busca del tiempo perdido II.
A la sombra de las muchachas en flor.
Marcel Proust
Editorial Lumen
Páginas 257-258

“Conmoción de toda mi persona. Ya la primera noche, como padecía un ataque de fatiga cardíaca, al intentar superar mi dolor, me agaché con lentitud y prudencia para descalzarme, pero, apenas hube tocado el primer botón de mi botín, se me hinchó el pecho, colmo de una presencia desconocida, divina, me sacudieron sollozos, lágrimas brotaron de mis ojos. La persona que venía a mi socorro, que me salvaba de la aridez del alma, era la que, varios años antes, en un momento de angustia y soledad idénticas, en un momento en que ya no me quedaba nada de mí, había entrado y me había devuelto a mí mismo, pues era yo y más que yo. Acababa de vislumbrar, en mi memoria, inclinado sobre mi fatiga, el tierno rostro, preocupado y decepcionado, de mi abuela, tal como se encontraba aquella primera noche de nuestra llegada; el rostro de mi abuela, no la que me había asombrado y reprochado añorar tan poco y que sólo tenía de ella el nombre, sino mi abuela verdadera, cuya realidad viva volvía yo a encontrar – por primera vez desde que le había sobrevenido el ataque en los Campos Elíseos – en un recuerdo involuntario y completo. Dicha realidad no existe para nosotros, mientras no haya sido recreada por nuestro pensamiento y así, con un deseo irresistible de precipitarme en sus brazos, hasta aquel instante – más de un año después de su entierro, por culpa de ese anacronismo que con tanta frecuencia impide que el calendario de los hechos coincida con el de los sentimientos – no me enteré de que había muerto. Desde aquel momento había hablado con frecuencia de ella y también había pensado en ella, pero, bajo mis palabras y pensamientos de joven ingrato, egoísta y cruel, nada había habido nunca que se pareciera a mi abuela, porque, con mi ligereza, mi gusto del placer, mi costumbre de verla enferma, abrigaba en mi interior sólo en estado virtual el recuerdo de lo que ella había sido.(...)

Seguramente la existencia de nuestro cuerpo, semejante para nosotros a un jarrón en el que estuviera encerrada nuestra espiritualidad, es la que nos induce a suponer que tenemos perpetuamente en nuestro poder todos nuestros bienes interiores, nuestras alegrías pasadas, todos nuestros dolores. Tal vez sea igualmente inexacto creer que se escapan o vuelven. En todo caso, si permanecen en nosotros, la mayoría de las veces es en un ámbito desconocido en el que no nos son de menor utilidad; pero, si recobramos el marco de sensaciones en el que se conservan, tienen, a su vez, esa misma capacidad de expulsar todo lo incompatible con ellos, de instalar  sólo en nosotros el yo que los vivió. El que yo acababa de volver a ser de súbito no había existido desde aquella noche lejana en la que mi abuela me había desvestido a mi llegada a Balbec (...) Yo no era sino aquella persona que intentaba refugiarse en los brazos de su abuela, borrar las huellas de sus penas dándole besos.

En busca del tiempo perdido. IV. Sodoma y gomorra.
Marcel Proust.
Editorial Lumen.
Páginas 170-171